Tú estabas sentado en el porche de la casa
con la cabeza entre las manos.
Se te veía el cabello brillantey lustroso, como recién lavado.
Alrededor del farol giraban
frenéticas
un puñado de polillas.
Estabas hermoso como un dios
sentado allí, solo, pensando quién sabe qué cosas
y yo te espiaba detrás de la puerta,
temiendo que me vieras,
temiendo que descubrieras
que en tu fugaz regreso del reino del frío
yo te había descubierto.
Llevabas la camisa de seda, color vino,
esa que tanto gustaba a todas.
Y se te movía el pecho al respirar.
No era como aquella tabla maldita
que te pusieron por corazón
para que ese fantoche
que la muerte dejó de ti
pudiera venir a nosotros.
No, no era ese cuerpo
quieto, tan obstinadamente inmóvil
Aquella noche te latía el pecho
bajo la camisa tornasolada
Qué figuras deliciosas
dibujaba en las viejas tapias.
traía un dulce aroma a fruta
y se escuchaba el chirrido de un grillo
escodido entre las hojas carnosas
de la yedra
En el cielo se dibujaba con matemática precisión
la figura alargada de la constelación de Escorpio,
el alacrán se sostenía con una mágica ingravidez
contra el negro terciopelo de la noche
como una joya gigante
e inalcanzable
y brillaba como una estrella de hielo
el mortal aguijón.
Te espiaba, hermano, detrás de las cortinas,
como cuando éramos niños
y jugamos a escondernos;
como aquella vez que te escondiste en el cuarto
de las manzanas
y luego durante todo el día tu presencia llegó anunciada
por ese perfume suave a fruto otoñal.
No te quitaba el ojo de encima,
y respirabas,
no sólo era la leve seda bermeja
que agitaba la brisa
ni el suave cabello
que acariciaba tu frente;
es que respirabas,
hermano.
Y de repente una nube de encaje rojo
ensangrentó la luna
solo un instante la miré
y supe que ese segundo había sido
tu treta para escapar
de mi sueño.
En el cielo se dibujaba con matemática precisión
la figura alargada de la constelación de Escorpio,
el alacrán se sostenía con una mágica ingravidez
contra el negro terciopelo de la noche
como una joya gigante
e inalcanzable
y brillaba como una estrella de hielo
el mortal aguijón.
Te espiaba, hermano, detrás de las cortinas,
como cuando éramos niños
y jugamos a escondernos;
como aquella vez que te escondiste en el cuarto
de las manzanas
y luego durante todo el día tu presencia llegó anunciada
por ese perfume suave a fruto otoñal.
No te quitaba el ojo de encima,
y respirabas,
no sólo era la leve seda bermeja
que agitaba la brisa
ni el suave cabello
que acariciaba tu frente;
es que respirabas,
hermano.
Y de repente una nube de encaje rojo
ensangrentó la luna
solo un instante la miré
y supe que ese segundo había sido
tu treta para escapar
de mi sueño.
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