domingo, 10 de mayo de 2020

Mozart

Hasta los doce años creí en Dios
porque me daba miedo el diablo.
A los doce le declaré la guerra
y lo vencí sobre los diecisiete.
Lo aniquilé, con rabia de renegada.
Le escribí versos feroces
le relaté mi espanto y mi odio.
y luego lo dejé dormir
en la memoria, como un viejo juguete
en el desván,
entre doradas motas de polvo
y telarañas de plata.

Regresé a él más tarde,
humillada.
avergonzada de mí misma.
Qué más daba, el ultraje
si era el tiempo de hablar con los muertos.

Lo busqué en el arcón de la infancia.
Para que hiciese hablar a mi hermano
a mi madre, a mis amigos,
a los que huyen del horror,
 a los niños despedazados,
 a las labios sellados de las mujeres
a las sombras de los perseguidos,
a los húmeros y  a sus fémures
que irradian una luz suave
entre  las  tristes tapias
de las cementerios.

Pedir palabras a las estrellas,
miradas a las galaxias,
besos a las constelaciones.
Así se ríe de nosotros la muerte.

 En el silencio murió Dios para siempre
y resucitó lo efímero,
tan necesario para entender
la belleza de estar de paso.
Para que tú, que me lees lo entiendas,
te diré que  esta tarde
se eleva   Mozart
sobre las montañas,
 Emerge entre las nubes tan sutiles
como velos de novia.

Dies irae, dies illa solvet saeclum in favilla,
Y apuntan al cielo
 las afiladas copas de los  los abetos
mientras tiritan las gotas de lluvia
en el filo de las hojas del otoño.

y los abedules como dibujos infantiles
se escapan de la densa niebla.
Tan rotundos, tan reales.
Entre todas las apuestas
me tocó a mí estar viva,
justo cuando la tarde se hunde
en el instante más sublime.
Dios regresa a las páginas de su libro
de donde nunca debió salir. 
Quantus tremor est futurus.

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