Ella nunca salió de la zona peligrosa,
siempre fue un ceniciento planeta
gravitando en torno al la luz del Otro.
Nunca pudo llegar a sus propias cimas,
tenía que cumplir con los salmos,
con el sacrificio, el dolor y la decencia,
y lidiar cada día con el miedo
al grito desgarrado,
al golpe aniquilador.
Ella nunca salió de la trinchera,
incluso cuando habían muerto
todos los enemigos
y solo manos cálidas se ofrecían
a calentar sus gélidos huesos,
ella siguió golpeándose a sí misma,
encerrada en su palacio de hielo.
No aprendió nunca a mirarse
bella y desnuda, con los ojos brillantes
y una franca sonrisa desprovista
de sombras, ante un espejo propio.
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